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16 de marzo de 2021 06:25

Panteoneros en la pandemia

A Willam Farinango y sus compañeros, el trabajo se les sextuplicó

A Willam Farinango y sus compañeros, el trabajo se les sextuplicó. Foto: Galo Paguay / ÚN

Betty Beltrán

De un tiempo a esta parte, camina con la mirada gacha. Meditabundo, triste, silencioso… William Farinango, uno de los tres sepultureros del cementerio de La Magdalena, en el sur de Quito, ha visto de cerca los horrores que ha dejado la pandemia por el covid-19.

Tiene 35 años y hace tres dejó la albañilería para encargarse de enterrar a los muertos. Todo marchaba normal hasta que, hace 12 meses, el dolor de decir adiós a un ser querido se quintuplicó y las escenas se calcaron hora tras hora.

Antes de la pandemia, a este camposanto de las calles Gualleturo 376 y Zaruma (en el sur de Quito) no llegaban más de cinco cortejos fúnebres a la semana. Pero, con los primeros embates del covid-19 (en abril y mayo del año pasado) esa cantidad se disparó a 30, dice Ángel Jácome, directivo del lugar.

Lo más duro fue que todas las costumbres del último adiós debieron irse al traste, pues los deudos llegaban hasta la puerta del panteón y no podían dar un paso más. Solo dos o tres acompañaban al muertito hasta el nicho o el hueco en tierra.

El resto se quedaba gritando, a veces hasta insultando al personal del cementerio hasta de lo que se iban a morir, recuerda Jácome. En esos casos, agrega, se pedía auxilio a la Policía Nacional.

Norma Méndez es la conserje, pero también panteonera cuando hace falta.

Norma Méndez es la conserje, pero también panteonera cuando hace falta. Foto: Galo Paguay / ÚN


Ya dentro, rememora William, el entierro era rápido: “no había chance ni de un Padrenuestro”. Si era en nicho, este rito demoraba unos 10 minutos; si era en tierra, una media hora.

La época más sensible fue la del Día de la Madre y del Padre, menciona Norma Méndez, conserje desde hace 23 años del cementerio La Magdalena y panteonera también cuando hace falta. En esos días especiales, agrega, hasta los sepultureros lloraban.

Afortunadamente, en los primeros meses de este 2021 el número de difuntos bajó y en una semana suman entre 18 y 20 fallecidos, y derechito se los lleva al bloque 129 El Paraíso, un ala nueva ubicada en el oriente del camposanto. Un nicho cuesta USD 750 por cuatro años y en tierra, el valor es de USD 350.

Antes de ese momento, sobre todo cuando se sepulta en la tierra, el panteonero tiene que hacer el hueco en cuatro horas. Cuando no está en esos menesteres, muy raro en esta época que cada dos por tres había que enterrar a algún difunto, William se encarga del mantenimiento del predio o de exhumar.

A propósito de esto último, rememora que una vez tuvo que sacar los huesos de algunos nichos del bloque 104 y en una de esas escuchó un: “Por qué me sacas”. El cuerpo se le heló y cuando retrocedió se dio cuenta que el maestro soldador era quien le hizo asustar. Fuera de eso, nunca se le ha helado la sangre.

Sí el corazón, cuando fue el panteonero de su padre, quien falleció por el covid-19 el pasado mayo. Aquel día lloró esta vida y la otra, “fue un puñal que me metieron en el alma”, afirma. Sus compañeros le dieron soporte porque todos quienes trabajan en el cementerio La Magdalena son como una familia.

Se cuidan unos a otros, por eso cuando llegaba algún cortejo fúnebre entre todos los panteoneros se encargaban hasta de cargar al féretro. Y, por si las moscas, cada mes todo el personal del cementerio se hace las pruebas de covid-19, pero hasta el sol de hoy los resultados de William han sido negativos.