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12 de mayo de 2019 07:05

Madres guerreras: 8 historias de lucha y abnegación 

Estas madres han luchado contra toda adversidad por sus hijos. Fotos: ÚN

Fotos: ÚN

Redacción Últimas Noticias

Últimas Noticias presenta ocho historias de madres que no se cansan en sus batallas. A través de ellas rendimos un tributo a todas.

Alexandra Córdova. Nació en Quito, un 13 de septiembre de 1968. Estudió en el Colegio La Providencia y en la U. Central cursó la carrera de Derecho, hasta el tercer año. Tiene otra hija. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Alexandra Córdova. Nació en Quito, un 13 de septiembre de 1968. Estudió en el Colegio La Providencia y en la U. Central cursó la carrera de Derecho, hasta el tercer año. Tiene otra hija. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Su angustia por David la llevó a aprender Derecho

Por Betty Beltrán (I)

Mayo es doloroso y agobiante para Alexandra Córdova. El 16 de este mes se cumplen seis años desde que le arrebataron a su hijo David Romo, el joven universitario que desapareció en el 2013, cuando iba a su casa en la Mitad del Mundo.

Cada vez que habla sobre esa desgracia, se rompe. Es que, además, hace seis años su David le celebró el último Día de la Madre. También, este 31 de mayo, cumpliría 27 años.

Desde el primer día de esa tragedia, no ha dejado de luchar para saber qué pasó, dónde está su hijo. Pese a todo, confía que pronto tendrá las respuestas que tanto busca, porque a pesar del tiempo guarda la esperanza de que su “niño” esté con vida.

Él no está, pero su esencia está fresquita, muy cerquita de su corazón, dice Alexandra. Él nunca la deja, siempre está recordando aquellas últimas palabras que escuchó a las 22:22 del 16 de mayo del 2013. Le dijo que estaba cerca y que estaba en el bus.

“No se hizo una investigación efectiva, prolija, transparente y encaminada a encontrarlo”, afirma. Sigue empeñada en hallar a su David: “No me quitaron cualquier cosa, me quitaron a mi hijo. Por eso seguiré adelante”.

Todo lo que ha aprendido en estos seis años es mucho más de lo que pudo aprender en la universidad, cuando estudiaba Derecho. Se ha hecho pesquisa, policía, abogada… De todo, ante la falta de “convicción para trabajar de algunos operadores de justicia”.

Al inicio de esta pesadilla, recuerda, tuvo mucha incertidumbre e impotencia. “No me ayudaron a rastrear aquella última llamada que hice a mi hijo”. Cuando fue a poner la denuncia vio la indolencia de los funcionarios.

Hasta el sol de hoy, dice Alexandra, no tiene una pericia técnica y objetiva de aquella última e inolvidable llamada, por eso hasta ahora no sabe dónde estuvo David a las 22:22 de aquel jueves 16 de mayo del 2013.

Hubo el juicio de robo y ocultamiento de cosas robadas, el juicio de asociación ilícita por robar un celular, el juicio de trata de personas, pero en ninguno de esos casos buscaron a David. Y en el último juicio, el de asesinato, David o su cuerpo siguen ausentes.

Ahora todas sus esperanzas están puestas en esta nueva investigación por desaparición forzada con una nueva fiscal. Es lo único que le queda, y el recuerdo de su amado hijo.

Vilma Pineda. Nació en San Pablo de Bolívar, el 8 de septiembre del 1969. Estudió en el Colegio Dillón. Se casó hace 31 años, con Manuel Cosíos y tuvo tres hijos. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Vilma Pineda. Nació en San Pablo de Bolívar, el 8 de septiembre del 1969. Estudió en el Colegio Dillón. Se casó hace 31 años, con Manuel Cosíos y tuvo tres hijos. Foto: Betty Beltrán / ÚN

El dolor de su hijo Édison fue también su agonía

Por Betty Beltrán (I)

Aún luce de negro riguroso. Aún está con ojeras y con su mirada triste. Vilma Pineda perdió, el 18 de abril, a su hijo Édison Cosíos; era un estudiante del Mejía quien sufrió, el 15 de septiembre del 2011, una herida mortal en su cabeza en una manifestación.

Fueron siete años y siete meses de una dura lucha. Su madre se esmeró por darle una calidad de vida, pero esa lucha a diario fue una muerte en vida. Ella sentía que agonizaba junto a su guagua. Más cuando se empeoraba, cuando tenía que ir a un hospital…

Pero jamás desfalleció porque, dice, recibía las energías positivas de su hijo, un guerrero que luchó hasta el final. Él logró superar los pronósticos médicos que le daban pocos meses de vida.

Con el reposo de los días, Vilma cuenta que fue doloroso ver agonizar a su hijo, una agonía lenta de más de siete años. Hubo momentos en que se decía: “Dios, por qué permites tanto dolor, tanto sufrimiento”.

Ella y su esposo dormían en un sofá cama, junto a su hijo. Y siempre con un ojo abierto, jamás pudo dormir de un solo jalón, siempre estaba pendiente del más mínimo ruido.

Fue una dura lucha, pero se siente satisfecha porque sabe que dio todo de ella como madre, como persona para su hijo. No tenía libertad. Su casa se convirtió en un centro médico, en donde todo mundo entraba y salía. Se convirtió en una diestra enfermera.

En todo ese tiempo no salió a alguna reunión social, jamás. Su vida fue totalmente entregada a su hijo, sacó fuerzas de donde ya no las había.

También ha perdido a su madre, a sus dos hermanos, pero el perder un hijo es más desgarrador. Solo le mantiene firme el deseo de continuar la lucha de su hijo, que es hacer justicia.

Esta segura que Édison está en el cielo, que es un ángel, que desde donde está quiere plasmar su ideal de justicia. Será los pies que paralizaron y la voz que un día apagaron, y seguirá pelando para que se ratifique que el caso de su hijo fue una tentativa de homicidio y no simples lesiones.

Su tiempo será para una demanda internacional para honrar el nombre de su hijo y crear jurisprudencia en torno al caso. Eso quiere dejar, para que ninguna familia tenga que sufrir ni siquiera el 1% de lo que han sufrido.

El único alivio que tiene ahora es saber que su hijo ya no sufre. El 18 será la misita del mes de su muerte.

Rosa del Carmen Gutiérrez. Es la actual presidenta de Asociación Ecuatoriana de Padres de Niños con Cáncer y una de las fundadoras de la organización que acoge a pequeños y sus familias. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Rosa del Carmen Gutiérrez. Es la actual presidenta de Asociación Ecuatoriana de Padres de Niños con Cáncer y una de las fundadoras de la organización que acoge a pequeños y sus familias. Foto: Ana Guerrero / ÚN

'Mi hijo me dejó un legado de solidaridad y amor'

Por Ana Guerrero (I)

“Me llamo Rosa del Carmen Gutiérrez. Por el año 1996 y principios de 1997, cerca de Semana Santa, mi hijo Roberto estaba muy delicado, no comía, estaba pálido, no sabíamos qué le pasaba. Un hermano que es médico mandó a hacerle exámenes. Hallaron que mi hijo tenía leucemia.

“Cuando una como madre recibe esa noticia no quiere aceptar que es cáncer, sino cualquier otra enfermedad. Pero mi esposo, Nelson Quintana, y yo tuvimos que hacerlo. Mi hijo tenía apenas seis años, estaba en la escuela, era el segundo de tres hijos.

“La medicación costaba un millón y medio de sucres. Luego vino la decisión de en qué hospital seguir el tratamiento. Aunque mi esposo era gerente, no nos alcanzaba para los fármacos. Fue difícil ver a nuestro hijo en esas circunstancias y no había quién cuidara a nuestros otros dos hijos.

“Tuvimos que dejar nuestra casa para vivir en un departamento que nos prestó mi suegra, para que nos pudieran ayudar mientras yo estaba con Roberto en los tratamientos. Esa lucha se extendió hasta que mi hijo tuvo 13 años y medio, cuando murió.

“Fue un tratamiento largo. Hasta me metí a un curso de comida vegetariana. Dimos la lucha por todos lados.

“Y en ese camino se comenzó a conformar Asonic, la asociación de padres de niños con cáncer. Se convirtió en un trabajo de hormiguita, nos ayudábamos unos a otros. A los que venían de provincia les llevábamos a nuestro hogar. La constituimos legalmente en el 98. En ese tiempo compartimos con muchas personas.

“El momento más duro que tuve que vivir fue cuando mi hijo recayó y no quiso volver a la quimioterapia. Me pidió que respetara su decisión: ‘Déjame vivir lo que tenga que vivir y déjame ir cuando tenga que irme’. Apenas tenía 11 años y sus palabras fueron duras y difíciles de aceptar.

“Recuerdo que cuando acabó la ‘quimio’ mi esposo le preguntó a la doctora y de aquí qué. ‘De aquí nada, a disfrutar de su hijo’, le contestó.

“Mi hijo me dejó un legado: ‘Cuando yo me vaya te pido que no dejes de ayudar a mis amigos’. Él se marchó un 31 de mayo y un 1 de junio le incineramos, como fue su deseo. También nos pidió que sus cenizas vayan a parar al mar. No tengo donde ir a llorar, pero siempre está en mis pensamientos”.

Isabel Cabrera. Ella es representante de la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desparecidas en Ecuador (Asfadec). Foto: Diego Pallero / ÚN

Isabel Cabrera. Ella es representante de la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desparecidas en Ecuador (Asfadec). Foto: Diego Pallero / ÚN

'Buscaré a mi madre hasta que Dios me dé vida'

Por Ana Guerrero (I)

“Soy Isabel Cabrera y mi lucha empezó el 29 de abril del 2011, cuando mi madre, Leonor Ramírez, desapareció de la av. 5 de Junio y Tejada. Ella iba todos los días a la casa de mi hermana mayor, en La Tola. Iba siempre para ayudar en los quehaceres de la casa. Ese día, ella no llegó y ya son ocho años que no tenemos respuestas.

“La primera agente del caso hasta perdió la primera versión dada por mi padre y por mí. Cuando desapareció, mi madre tenía 73 años y tenía principios de demencia senil. Ella nació en Ibarra y pasó la mayor parte de su vida en Quito. Somos 5 hermanos que la esperamos: 2 mujeres y 3 varones.

“Mi mamá vivía con mi papacito, César Cabrera, por la 5 de Junio. A los ocho meses de la desaparición, mi padre falleció. Al cáncer de colon que padecía se sumó la pena por la pérdida de mi madre. Vivían los dos solos.

“La historia sería diferente si la primera agente asignada al caso hubiera investigado. Al inicio decía que no conocía Quito, que yo tenía que retirarla en taxi de la PJ, que tenía que pagarle las llamadas. Fue una negligencia desde el inicio. Si ella hubiera hecho las cosas cuando mi madre desapareció… Los primeros días de investigación son claves en los casos de desaparecidos.

“Cuando hicieron una búsqueda fue tres años después de haber abierto tres veces mi caso, porque tres veces lo cerraron. Después de haber luchado porque lo abran, hicieron la búsqueda en el Centro Histórico, unas personas decían ‘sí pasaba por aquí’, por La Marín, por San Agustín. Pero después de tres años hasta la imagen de la persona se va perdiendo.

“El caso está en cero porque aunque tenemos 29 ó 30 cuerpos de documentos de una supuesta investigación, hasta ahora no encuentran a mi madre, ni viva ni muerta. Yo le pedí hasta al presidente Correa que las búsquedas sean a escala nacional, en ancianatos, hospitales, morgues. Se ha hecho, pero no a profundidad. Mandan un listado a un albergue con los nombres, pero no mandan foto. En provincia, cuando encuentran a adultos mayores que no se acuerdan de sus nombres, los vuelven a inscribir, no averiguan si esa persona tiene familia.

“Tengo tres hijos, soy madre soltera y no tengo recursos. Pero yo seguiré buscando a mi madre hasta que Dios me dé vida”.

Alix Mery Ardilla. Es de Bogotá. Sigue en la búsqueda de su hija Carolina. Tuvo que renunciar a su trabajo en un colegio para dedicarse a hallarla. Impulsó la creación de Asfadec. Foto: Diego Pallero / ÚN

Alix Mery Ardilla. Es de Bogotá. Sigue en la búsqueda de su hija Carolina. Tuvo que renunciar a su trabajo en un colegio para dedicarse a hallarla. Impulsó la creación de Asfadec. Foto: Diego Pallero / ÚN

'Yo no me cansaré de exigir verdad y justicia'

Por Ana Guerrero (I)

“Soy de Bogotá. Me llamo Alix Mery Ardila. El 28 de abril del 2012 fue el día en que presuntamente desapareció mi hija, Carolina Garzón. Era la cuarta vez que ingresaba a este país, porque se enamoró de su gente, de su cultura.

“Ella nos había convencido para que luego de acabar sus estudios nos radicáramos en Ecuador. Lamentablemente, tuvimos que conocer el país luego de recibir la noticia de su desaparición. En ese entonces, ella tenía 22 años, los había cumplido poco antes de desaparecer.

“Es mi hija mayor. Estudiaba una licenciatura con énfasis en Artes. Han sido años de lucha incansable, ardua. No solo por mi hija sino por miles de desaparecidos. Así se empezó a visibilizar que en el país hay desapariciones y casos cerrados por la indolencia más grande del Estado hacia los familiares.

“En el caso de mi hija le dijeron a su padre, Walter Garzón: ‘tranquilo tenga paciencia que en unos meses su hija regresará’. Comenzaron a colocarle estereotipos, que ¿por qué viajaba sola? Nos echaron la culpa a los padres por dejarla viajar sola. Viajar es un derecho y el Estado condena el derecho de viajar libres.

“Walter estuvo acá por dos años seguidos. Fue quien inició la búsqueda y empezó a formar la Asociación de Familiares y Amigos de Personas Desaparecidas (Asfadec). Pese a las dificultades, voy y vengo porque no vamos a desistir: aquí no se ha desaparecido un objeto, una mascota, es una vida con sueños y proyectos.

“Desde que Walter partió de este mundo, en el 2016, cada tres meses vengo. Me tengo que regresar, porque tengo mi otra hija, mi familia. Tengo media vida allá y media vida acá. Walter falleció porque tuvo que enfrentar a la inoperancia, a la indolencia del Estado. Falleció por la angustia, la incertidumbre que le produjo la desaparición de Carolina. Tanta lucha que dio y para que el Estado no diera una respuesta, ni siquiera una hipótesis que confirmar.

“Hoy se cumplen 2 567 días de lucha incansable, contra un Estado inoperante, ineficaz, indolente, que ha hecho oídos sordos de todos nuestros ruegos. Me despierto y duermo pensando en mi hija, en que va a regresar. Por ella, no me cansaré de exigir verdad y justicia”.

Catalina Avilés. Es la creadora y directora de la Fundación Jonathan, que lleva el nombre de su hijo, fallecido trágicamente en el 2002. Ayuda a personas de escasos recursos. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Catalina Avilés. Es la creadora y directora de la Fundación Jonathan, que lleva el nombre de su hijo, fallecido trágicamente en el 2002. Ayuda a personas de escasos recursos. Foto: Ana Guerrero / ÚN

Una labor que nace del dolor y se fortalece con amor

Por Ana Guerrero (I)

“Mi nombre es Catalina Avilés. Soy la directora de Fundación Jonathan, que nació a raíz del secuestro y asesinato de mi único hijo. Tenía apenas 8 años. Lo perdimos el 24 de septiembre del 2002. A su corta edad, fue víctima de ese cruel delito.

“La creación de la Fundación fue en memoria de mi pequeño, para brindar una ayuda a niños con discapacidad y adultos en situación de vulnerabilidad. Es una gran misión que nace del dolor y se fortalece con el amor de las personas que todos los días recibimos, de cientos de niños y adultos mayores que llegan hasta la casa del Itchimbía.

“Ellos se han convertido en mi día a día. Mi motivación es buscar un mejor estado de salud para ellos, conseguir sillas de ruedas, medicinas, alimentos y más. La vida nos da golpes, pero también la oportunidad de ayudar y brindar amor. Siempre empezamos pidiéndole a Dios que sea la luz que ilumine nuestro camino.
Esperamos seguir contando con las personas solidarias que nos colaboran.

“La Fundación ya cumplió 16 años de lucha. Armada de fortaleza, la que me da tener a mi ángel de luz, cada día busco la forma de sacar adelante la institución, en nombre de mi hijo sigo haciendo una obra digna de entrega diaria y de corazón.

“Estos 16 años han sido un tiempo de cumplir un legado de amor. Mi hijo era solidario desde pequeñito, recuerdo que en familia entregábamos refrigerios a personas de escasos recursos en el Centro Histórico. Él ayudaba a preparar los sánduches.

“Este espíritu de ayuda, además, lo cultivé en mi trabajo con la comunidad Salesiana, era asistente administrativa y veía de cerca las labores sociales que hacían.

“Y para seguir el legado, en la fundación tenemos otra meta: construir una nueva casa para seguir atendiendo diariamente a más personas. Estamos por firmar las escrituras de la compra, pero me falta reunir todavía unos USD 15 000. La casa tiene el valor de USD 125 000.

“Ojalá la gente se toque el corazón y nos pueda ayudar a seguir colaborando con más personas. Me motiva a seguir que soy muy afortunada porque recuperé a mi hijo y sé dónde está. Muchas madres que han perdido a los suyos no han tenido esa dicha”.

Irasema Ayllón. Nació en el campamento minero de Ancón (Santa Elena), en 1959. Estudió Comercio Exterior en la UTE. Está casada con Pedro Trujillo; tiene cuatro hijos: tres varones y una mujer. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Irasema Ayllón. Nació en el campamento minero de Ancón (Santa Elena), en 1959. Estudió Comercio Exterior en la UTE. Está casada con Pedro Trujillo; tiene cuatro hijos: tres varones y una mujer. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Su lucha es ponerse en los zapatos de otras víctimas

Por Betty Beltrán (I)

Su pesadilla comenzó en el 2013. Aquel año su hija, entonces de 18 años, aseguró que sufrió acoso sexual en la compañía de ballet donde trabajaba. Inmediatamente puso la denuncia en la Fiscalía y allí comenzó la agonía de entrar y salir de las oficinas de los operadores de justicia.

Pasaron tres meses y nada, así que Irasema Ayllón se armó de valor y se fue nuevamente a la Fiscalía a ver qué pasó y descubrió que su caso estaba en un rincón de la oficina. Allí empezó su activismo para que las autoridades que imparten justicia se pongan la mano en el pecho.

Las cartas que hacía estaban tan bien escritas y con la terminología jurídica correcta que sus conocidos le decían que seguramente tenía asesoramiento legal, pero no tenía ni para pagar a un abogado. Solo usaba su lógica y la terminología legal la iba aprendiendo en el camino.

Ni en los consultorios gratuitos de las universidades, dice, pudo encontrar asesoría, pues todo estaba abarrotado. Se fajó solita y luego se arropó con otras víctimas de la danza porque, cuenta Irasema, “el agresor de su hija tuvo que ver en otros casos en una academia de danza”.

Las organizaciones no buscan venganza, tienen un trabajo arduo porque día a día buscan justicia. Y ella particularmente, aclara, pasó un proceso de infinito dolor porque se lucha no solo por levantar a los hijos sino también para cuidarles del entorno.

Hasta se les señala a quienes tuvieron la valentía de decir “a mí no me toques”. Aún hay, puntualiza, personas que las juzgan y las tratan de una manera que las víctimas se empiezan a sentir culpables.

A quien ellas acusaron como agresor fue declarado inocente, pero hay dos casos más judicializados dentro del grupo de danza contra la misma persona. Así que siguen en la lucha. En junio habrá una audiencia...

También tiene un ojo abierto para que se pueda controlar a las academias privadas. Su hija psicológicamente se empoderó y anda ejerciendo su profesión por México. Y desde aquí, Irasema dispuesta siempre a apoyar a las víctimas de agresión sexual.

Hay una fuerza interior es la que le mueve todos los días: es el amor por su hija que le enseñó a ponerse en los zapatos de otra madre que quizá esté pasando lo mismo.

Gloria Cruz. Nació en Quito, el 28 de junio de 1966. Se dedica al comercio en el Comité del Pueblo. Casada hace 32 años con Miguel Freire. Le encanta cuidar a sus nietos. Tiene dos hijas. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Gloria Cruz. Nació en Quito, el 28 de junio de 1966. Se dedica al comercio en el Comité del Pueblo. Casada hace 32 años con Miguel Freire. Le encanta cuidar a sus nietos. Tiene dos hijas. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Su Diego le sacó esa lideresa que tenía dentro

Por Betty Beltrán (I)

Ya son 11 años de la muerte de su hijo, Diego Freire Cruz, harto tiempo como para pensar que el dolor y la tristeza amainaron. Pero esos sentimientos siguen vivitos y la mantienen espabilada para seguir haciendo cosas por la diversidad cultural.

Ese bregar de Gloria Cruz solo comenzó 6 meses después de la dolorosa pérdida, antes se hundió en la angustia. Su hijo tenía 19 años cuando un incendio en la discoteca Factory le quitó la vida, a él y a otros 18 jóvenes.

Tras salir del hoyo, la consigna fue ganarse aquel espacio en donde estaba el centro de diversión. A los ocho años saboreó la primera victoria: allí se hizo el Parque de las Diversidades, no para los padres ni para la fundación que se creó un año después de la desgracia, sino para la juventud.

En el lugar también funciona desde el 27 de abril una Casa Somos, concretada tras dos años de insistentes pedidos. Al ver tanto movimiento de arte y cultura ahí, doña Gloria sonríe. Cree que su hijo estará satisfecho.

No así con el tema de buscar justicia. “Ya son 11 años y no ha pasado nada, no murieron 19 perros, fueron jóvenes profesionales, con muchos sueños y familias que los lloran”, dice.

Ella y el resto de padres también buscan que la exigencia de protocolos de seguridad en las discotecas no sea flor de un día para evitar otro caso Factory.
Con la fundación trabaja para que la discriminación contra el roquero se quede en el pasado. Insiste que el rock es cultura, arte, y que los padres deben respetar y respaldar a sus vástagos.

Es lideresa fuerte, su hijo despertó esa habilidad que tenía guardada. Ahora su consigna es empoderar al prójimo y luchar ante la adversidad. Nunca está quieta, siempre busca el bien común. “Es lo que Diego espera de mí”, dice.

Extraña tanto a su hijo que, como un homenaje cotidiano, viste de negro, incluso se mandó a hacer una camiseta con el rostro de él. No es roquera, pero sí le gusta la música estridente.

En las fechas especiales lo piensa con fuerza y con dolor, mucho más en el Día de la Madre. Es que en vísperas de su muerte (abril 2008), le alertó que le iba a festejar con un montón de pasteles.

Desde aquel año, Gloria no celebra el Día de la Madre. Prefiere trabajar y pasar con el recuerdo de su hijo más cariñoso, con la esperanza de que un día se encontrará con él y estará igualito: abrazador y besucón.