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17 de abril de 2019 11:25

Beatriz Garzón, la abogada de los pobres

Beatriz Garzón es abogada y trabaja en una dependencia del Municipio. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Beatriz Garzón es abogada y trabaja en una dependencia del Municipio. Foto: Betty Beltrán / ÚN

Betty Beltrán
(I)

Hace más de 20 años trabaja por los derechos de las mujeres. Beatriz Garzón (Sangolquí, 1964) es la actual presidenta de la Asociación de Mujeres del Municipio de Quito y está entregada a la gente. Será por eso que dice, a boca llena, que es una “warmi del pueblo”.

Esa virtud de ayudar se la endosó su madre y tiene vieja data. Fue la primera presidenta de los comités pro mejoras de Rumiñahui, también concejala alterna de ese cantón; y en el Municipio de Quito trabajó con el proceso organizativo de la comunidad, con la restitución de derechos de las personas en situaciones de vulnerabilidad.

Con orgullo dice que nació en uno de los barrios más antiguos de Sangolquí: El Aguacate. Ahí mismo entró a la escuela Marieta de Veintimilla. El colegio lo hizo en el Idrobo de Quito, aunque por limitantes económicas el último año lo hizo en un plantel de su zona y se puso a trabajar.

Ingresó a la universidad pero debió parar, pues se casó y a los 24 años, ya con dos niños, se quedó viuda. Se empeñó en ser una profesional e ingresó a la U. Nacional de Loja y alcanzó su título de abogada.

Como siempre trabajó como educadora comunitaria, se vinculó a los procesos de alfabetización de varios gobiernos. Luego formó parte del Municipio de Quito, por sus propios méritos: conocía, como la palma de sus manos, la dinámica de las parroquias.

Sus hijos son su orgullo y ya levantaron sus alas. Pero ese cordón umbilical sigue ahí, más cuando a todos les une, hace ocho años, el proyecto Manos Que Ayudan, una fundación que se dedica a ayudar a las mujeres en situación de riesgo por la violencia y para personas con discapacidad.

Aunque no tiene dinero en abundancia, jamás le falta para dárselo a quienes más lo necesitan. Bajo su responsabilidad tiene niños que se quedaron solos por el feminicidio en Rumiñahui. “Es una obligación que tiene mi corazón”, dice.

La familia es todo para ella. Sus padres, aún guambrita, fueron su seguridad para avanzar en ese trayecto de madre y viuda tan joven. Como aún tiene a su padre, de 93 años, suele ir con él a la Iglesia Adventista.

Está convencida de que para ser firme y reclamar no hace falta agredir, solo hay que tener claro lo que se tiene que exigir o restituir.

Cuando se jubile, en cuatro años, quiere dedicarse en cuerpo y alma a su fundación. También a la jardinería, que le da equilibrio y paz. Otra cosa que le encanta: visitar a las personas que tienen problemas y escucharlas y, si está en sus manos, ayudarlas. Si no tiene dinero, busca la ayuda y encuentra amigos y conocidos que confían en su palabra y en su trabajo.

Su meta a corto plazo es dedicarse a los niños en situación de calle de Rumihaui y ser la abogada de los pobres, porque lo lindo de la vida, lo dice convencida, es compartir lo poco que se tiene y ganarse el cielo.